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más puro y balsámico, dilatando los pulmones, anunciaba la bonanza.

Cesó la lluvia, se serenó el cielo, brillaron las estrellas, la luna asomó su rostro bello y el eco del que gritaba se oyó perceptiblemente.

—Es un cristiano—dijo Camilo.

—Contéstenle.

—¡ Aaaaah! hicieron varios á un tiempo.

—Yo... pareció oirse otra vez.

No había duda, era un cristiano extraviado en el bosque, quién sabe desde cuándo, que oía el cencerro de las madrinas y desesperado pedía ayuda.

—¿Quién es ?—gritaron unos.

—Por acá, otros.

Y en eso estábamos, sin poder percibir más que el eco de las últimas sílabas de lo que nos contestaban.

—Ha de ser algún cautivo que se ha escapado, y como oye cencerro, calcula que somos nosotros—dijo el capitán Rivadavia.

—Es verdad que ellos no usan cencerro, le contesté, pareciéndome justísima su conjetura.

Los gritos misteriosos no resonaban ya.

Mandé silbar; lo hicieron varios á una.

No contestaron.

Estábamos con el oído atento, cuando los resplandores de una llamarada brillaron de improviso, iluminando el cuadro que formábamos alrededor de un espinillo formidable y coposo.

El ingenioso Camilo, á fuerza de sebo y de paja, de soplar y soplar, había conseguido hacer fuego en la horquilla que formaba la extremidad del tronco de un carcomido chañar, medio carbonizado.

La luz debía verse de bastante lejos á pesar de los árboles.

Varios á un tiempo gritaron: