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Estábamos en un pequeño descampado.

Cesó el viento del todo, chocáronse dos nubes que seguían opuestas direcciones y simultáneamente se desplomó la lluvia, apagando las antorchas.

—¡Pronto! ¡ pronto! que maneen las madrinas; todo el mundo de fonda—grité.

El agua caía á torrentes, nos veíamos unos á otros al fulgor de los relámpagos, las tropillas estaban quietas, no faltaba nadie.

El eco misterioso se oía de vez en cuando, ora se acercaba, ora se alejaba.

Al fin pudieron percibirlo todos.

—No es voz de indio dijo Camilo.

—¿Y qué es?—le pregunté.

Su oído era como su vista, jamás le engañaba. No me contestó, permaneció atento. Resonó el eco, ahogándolo un trueno.

—¿Qué es?—le pregunté.

—No es voz de indio—dijo Camilo.

No se oía nada.

Volvióse á oir el eco.

—Gritan—dijo Camilo.

—¿ Qué cosa ?

—Gritan no más, señor.

¿ Pero qué gritan?

—Gritan¡ eeeeeh!

En medio de la luz del rayo, del trueno bramador del ruido monótono del agua, estábamos envueltos en un profundo silencio.

—¿Será alguno que va arreando animales ?

—No me parece, señor.

—¡Escucha! ¡ escucha!

El agua disminuía y el viento soplaba con fuerza de nuevo. El cielo se despejaba, las nubes se rarificaban, el rayo y el trueno se alejaban, refrescaba, y un aire