Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo II (1909).djvu/262

Esta página no ha sido corregida
— 258 —

La tempestad era inminente.

Ya caían algunas gotas de agua; el viento silbaba, giraba, calmaba, volvía á soplar y remolineaba, azotando con ímpetu fragoroso el bosque umbrío.

Las tropillas se movían circularmente, de un lado á otro y el metálico cencerro mezclaba sus vibraciones con las armonías del viento.

Yo vacilaba entre seguir la marcha ó acampar.

Llamé á Camilo Arias y le pregunté :

—¿Qué te parece, lloverá?

Miró el cielo, siguió el curso de las nubes, le tomó el olor al viento, y me contestó:

—Si calma el viento, lloverá; si no, no.

— Entonces, seguiremos?

—Me parece mejor; en el monte sufrirán menos los animales, porque si llueve caerá piedra.

—¡Y no se perderán algunos caballos?

—No se han de mover, los tendremos á ronda cerrada en alguna abra.

—i Y has tomado la senda ?

—Sí, señor.

—¿Estás cierto?

—¡Cómo no!

—¡No te parece prudente que llevemos luces de señal?

—Sería bueno, señor.

—Bien, pues; que hagan pronto unos manojos de paja y sebo.

Se retiró, volvió un momento después y me e avisó que todo estaba pronto.

Nuestros paisanos hacen algunas cosas con una rapidez admirable.

Las señales consistían en antorchas de pasto seco, atadas en la punta de unos palos largos.

—¡ En marcha !—grité, y cuidado con apartarse de