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fícil sino en los grandes centros de población; allí donde todas las necesidades que excitan las pasiones nos condenan sin apelación á la dura ley del trabajo, verdadera rueda de Ixion, que, mal de nuestro grado, tenemos que mover, hasta que llegando al instante supremo tantas veces ansiado como temido, les damos un eterno adiós á las eternas vanidades, que eternamente nos corroen, nos subyugan y nos dominan, gastando los resortes de acero de las almas mejor templadas.

Sacudimos la pereza, la enervante y dulce pereza, de la que lo mismo se goza cuando los miembros están fatigados, reclinándose en el frío y duro humbral de una puerta de calle, que en elástica y confortable otomana cubierta de terciopelo.

Una vez en pie, nos pusimos en movimiento.

Los franciscanos sacaron afuera el baúl que contenía los ornamentos sagrados, preparándolos en seguida para la ceremonia de la misa.

Yo, después de bañarme en el jagüel, y de un ligero desayuno de mate con yerba y café, fuí á examinar el sitio donde debía hacerse el altar, si el viento calmaba.

El cielo estaba límpido, el sol brillaba espléndido.

Las horas se deslizaron sin sentir, arreglando lo que se necesitaba.

Se avisó á los cristianos circunvecinos, y viendo que no era posible celebrar los oficios divinos en campo raso, como yo lo deseaba, se buscó un rancho.

Todos estábamos muy contrariados.

El mismo sentimiento nos dominaba.

Como verdaderos creyentes, reconocíamos que á la inmensa majestad de Dios le cuadraba adorarla bajo las vastas cúpulas azuladas del firmamento, ó bajo las bóvedas macizas de las soberbias basílicas, cuyas