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—disimula tu alegría, le grité á Camilo Arias: ¡ un caballo para el Dr. Macías!

Entré al rancho de Ayala, me despedí de Hilarión Nicolai y de algunas infelices cautivas, y un momento después estaba á caballo.

Los que me habían ofrecido acompañarme, viendo que Mariano Rosas no se movía, se quedaron con los caballos de la rienda, ni siquiera se atrevieron á disculparse.

La entrada había sido festejada con cohetes, descargas de fusilería, cornetas y vítores; la salida era el reverso de la medalla: me echaban, por decirlo así, con cajas destempladas.

Sólo un hombre me dijo adiós, con cariño, sin ocultarse de nadie, ni recelo: Camargo.

Aquel bandido tenía el corazón grande.

El cacique se mostraba indiferente; los amigos habían desaparecido.

En Leubucó, lo mismo que en otras partes, la palabra amigo ya se sabe lo que significa.

Amigo, le decimos á un postillón, te doy un escudo si me haces llegar en una hora á Versalles, dice el conde de Segur, hablando de la amistad. Amigo, le decía un transeunte á un pillo, iréis al cuerpo de guardia si hacéis ruido. Amigo, le dice un juez al malvado, saldréis en libertad si no hay pruebas contra vos; si las hay, os ahorcarán.

Con razón dicen los árabes, que para hacer de un hombre un amigo, se necesita comer junto con él una fanega de sal.

Mariano Rosas estaba en su enramada, mirándome con indiferencia, recostado en un horcón.

Me acerqué á él, y dándole la mano, le dije por última vez :—¡Adiós, hermano!

Me puse en marcha. El camino por donde había