—Entra—le contesté,—llamando á varios oficiales y asistentes para que no se notara su entrada.
Entraron unos y otros, les di ciertas órdenes, se retiraron y así que estuvimos solos con Camilo, le pregunté :
—¿ Qué hay?
—Acabo de oirles, en el corral, una conversación á unos indios—me contestó.
—¿Qué decían?
—Que nos iban á salir á la cruzada.
—¿Por dónde?
—Por los montes de la Jarilla.
—¿Y qué más decían?
—Que á mí me tenían mucha gana; que yo he muerto muchos indios; que á un capitanejo le he dado un sablazo en la cara, que todavía tiene la cicatriz, que á otro lo hice prisionero y se lo llevaron á Córdoba.
— Nada más decían?
—Sí, señor; decían más; que usted me ha traído á mí para burlarse de ellos.
—¿Y saben que me voy hoy?
—Sí, señor, y que va á dormir en el toldo de Ramón.
Me decía esto, cuando una voz que yo no podía oir sin experimentar una conmoción nerviosa, dijo desde la puerta del rancho sin asomarse :
—Con el permiso de su mercé.
No necesitaba dar vuelta y mirar, para ver quién era. No sonaba el acordeón; pero él estaba ahí, con sus notas paradas.
Sin darme tiempo para contestarle y entrando, añadió:
—Dice el General que por qué no va.
—Dile que ya voy—le contesté.
Salió el negro, le pregunté á Camilo que si los indios esos que habían estado hablando estaban ahí, me