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Me había ofrecido entregarme un niño cautivo que tenía. Era un hijo del comandante Araya, vecino de la Cruz Alta. El pobrecito lo sabía, veía que yo me marchaba por momentos, que nada le decía de prepararse, y sentado en el fogón de mis soldados lloraba desconsolado. Partía el corazón verle.

Ayala me dijo, que no tenía inconveniente en cumplirme su promesa; pero que tenía que avisárselo á [ariano Rosas.

—Y qué, i no está prevenido desde el otro día?—le pregunté.

—Sí, sí está.

Y entonces ?

Puede haber cambiado de opinión.

—Bueno, vaya, pues; háblele para que se apronte el niño.

Salió, y volvió diciéndome que era necesario pagar en prendas de plata doscientos pesos bolivianos.

—¿Y qué prendas han de ser?—le pregunté á Ayala.

Estribos—me contestó.

Mandé en el acto al capitán Rivadavia que se los comprara á uno de los pulperos que había llevado el padre Burela, cfreciéndole en pago una letra sobre Mendoza.

Mientras tanto el pobre cautivo se aprestaba para la marcha con infantil alegría.

Volvió el capitán Rivadavia con los estribos, se los di á Ayala y éste fué á llevárselos á Mariano Rosas.

Volvió cabizbajo.

¡Qué mundo aquél! ¡ El cacique había vuelto á cambiar de parecer! Ya no quería sólo estribos; quería cien pesos en prendas y cien en plata.

Se buscaron los cien pesos y se hallaron.

Le entregué todo á Ayala, se lo llevó á Mariano Rosas; al punto estuvo de regreso, contestándome todo