Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo II (1909).djvu/239

Esta página no ha sido corregida
— 235 —

Traía en la mano una limeta de bebida y venía bastante caldeado. Sin apearse, me dijo:

¡Yapaí, hermano!

—Yapaí, hermano—le contesté.

Bebimos alternativamente, y tras del primer yapaí, vinieron otros y otros.

Afortunadamente, el aguardiente estaba muy aguado y no traía cuerno, ni vaso, lo que me permitía mojar sólo los labios, pues teníamos que tomar con la botella.

Viendo que se ponían muy fastidiosos, que me amenazaban con un largo solo, le dije á Calixto:

—Ché, mira que hace frío, alcánzame el poncho.

No tenía más que el que esa mañana me había regalado Mariano Rosas; quise ver qué impresión hacía verme con él.

Me trajo Calixto el poncho y me lo puse.

Como lo había calculado, surtió un efecto completo mi ardid.

—¡ Ese coronel Mansilla toro!—exclamaron algunos.

—¡Ese coronel Mansilla gaucho !—otros.

Muchos me dieron la mano y otros me abrazaron y hasta me besaron con sus bocas hediondas.

Epumer me dijo repetidas veces:

—¡Mansilla peñi! (hermano).

En esos coloquios estábamos cuando un ruido semejante al de un organito descompuesto se oyó, junto con unas coplas, dedicadas á mí.

Me dieron escalofríos, experimentando frío calor á la vez y una destemplanza nerviosa como la que produce el roce de una lima en los dientes.

¿De dónde salía aquel maldito negro con su execrable acordeón, pues él en cuerpo y alma era el de la música?

¡A qué averiguarlo!