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Era mi comadre Carmen.

—¿Comadre, usted por aquí y á esta hora?—la dije.

—Compadre, he sabido que se va mañana—me contestó.

La hice que se sentara.

Su rostro tenía una expresión tierna; su seno palpitaba con violencia, agitando levemente los pliegues de su camisa, más ajustada al cuello que de costumbre, y su mirada traicionaba una inquietud mal disimulada.

—¿Usted tiene algo, comadre?—la dije.

—No, compadre—me contestó,—clavando la vista en el moribundo fogón y comprimiendo un suspiro.

Si yo no me hubiese hallado en ese período de la vida en que el poeta exclamaba:

«My days are in the yellow leaf; The flowers and fruits of love are gone,> ¡Quién sabe qué hubiera pensado!

El viento había calmado, el cielo estaba cubierto de nubes, las estrellas brillaban tímidamente, como luces lejanas al través de opacas cortinas, el fogón eran tibias cenizas, mi visita y yo nos veíamos como dos sombras envueltas en sutil crespón.

El silencio de la noche, interrumpido apenas por la respiración acompasada de los que dormían cerca de allí; la soledad poética del lugar; los pensamientos, que como visiones de una edad más bella, cruzaron como ráfagas de fuego por mi imaginación, le dieron momentáneamente al cuadro un tinte novelesco.

Desperté á Calixto, se levantó, le ordené que avivara el fuego y cebara mate.

Removió las cenizas, descubrió algunas brasas, so-