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nos, se hacían colita; en fin, parecían cinco sátiros beodos, ostentando cínicos la resistencia del cuerpo y la lubricidad de sus pasiones.

El aire de las evoluciones determinaba el compás del tamborileo, que de cuando en cuando era acompañado de una especie de canto ora triste, ora grave, ora burlesco, según lo que la infernal cuadrilla parodiaba.

Quince fueron los que bailaron, en tres tandas; la concurrencia guardó el mayor orden; no aplaudía, pero se comía con los ojos á los bailarines.

Aquello era un verdadero alcázar lírico en plena Pampa.

Sin mujeres, sin garçons, sin mesas de marmol, sin limonada gaseosa y otras hierbas.

Le hallé la ventaja de la entrada gratis.

Cerca de dos horas duró la farsa; se ponía el sol cuando yo volvía á mi fogón, harto de gestos, alaridos y tamboriles.

Mi buena estrella quiso que el negro del acordeón no formara parte de la orquesta.

Se hizo de noche, y como estuviese fresco, me guarecí tras de mi rancho, dándole la espalda al viento.

En el acto brilló el fogón.

A la luz de su lumbre me contaron cómo bailan las chinas.

En un local como el que ya describí, pintadas y ataviadas, entran quince ó veinte; se toman las manos, hacen una rueda, comienzan á dar vueltas alrededor del mogote, ni más ni menos que si jugaran á la ronga, catonga.

Los concurrentes entran en el recinto del baile, y al pasar las chinas por delante de ellos les hacen una porción de iniquidades, hasta que no pudiéndolas so-