Obedeció, y así que estuvo á cierta distancia, me preguntó con malicia:
—¿Quiere su mercé que vuelva con el instrumento?
Le contesté con un caracú que estaba á mano, en medio de una explosión de risa de los circunstantes.
—Y está de baile—dijo Calixto.
— De baile ?—le pregunté.
—Sí, mi Coronel.
—¿Y dónde hay baile?
—Allí en un toldo—dijo señalándolo.
—Pues probemos el queso, tomemos el café y vamos á ver el fandango aunque haya acordeón y negro.
Despachamos todo, mandé á Calixto á averiguar á qué hora era el baile y volvió diciendo que ya iba á empezar.
Dejamos el fogón y nos fuimos á ver la fiesta.
Era lo único que me faltaba.
Mi reloj marcaba las cuatro, las cuatro de la tarde, bien entendido.
Los indios, más razonables que nosotros, duermen de noche y se divierten de día.
Esta costumbre tiene una ventaja sobre la usanza de la civilización; no hay que pensar en luminarias de ningún género, ni en velas, ni en kerosene, ni en gas.
El baile era de varones y al aire libre.
En aquellas tierras las mujeres no tienen sino dos destinos: trabajar y procrear.
No me atrevo á decir, si á este respecto los indios andan más acertados que nosotros.
Pero considerando los infinitos desaguisados que acontecen y presenciamos de enero á enero con motivo de la mezcolanza de sexos; las mujeres que abandonan sus maridos, los maridos que olvidan sus mujeres, las reyertas por celos, los pleitos por alimentos,