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En ese momento Calixto Oyarzábal, tomando el asador, poniéndolo horizontalmente y raspando el asado con un cuchillo para quitarle la ceniza, dijo:

—Ya está, mi Coronel.

—¡A comer, caballeros!—grité yo á mi vez, y dirigiéndome á Macías, le dije: Ven, hombre, come; sobra tiempo para ahorcarse de desesperación.

Volvió sobre sus pasos, se sentó nuevamente á mi lado, sacó su cuchillo, y como el asado incitaba, siguiendo los usos campestres de la tierra, cortó una tira.

Una olla de puchero hervía, rebosando de choclos y zapallo angola.

Acabamos con el asado y en un santiamén con ella.

Ibamos á tomar el mate de café, no teniendo postre, cuando el negro del acordeón se presentó, trayendo una cosa en la mano envuelta en un trapo.

—¡El acordeón!—dije, para mis adentros. me espeluzné y con aire y voz imperativa:

—¡ Fuera de aquí, negro!—le grité, antes que desplegara los labios.

—Mi amo—contestó sonriéndose,—si vengo solo.

—¿Y eso ?—le pregunté, señalándole la cosa que traía envuelta.

—Esto—repuso, mostrando dos filas de hermosos dientes, tan blancos y tan iguales que me dieron envidia, esto, ¡ es un queso!

—¡Un queso!

—Sí, mi amo, y se lo manda el General á su mercé para que lo coma en nombre de su ahijada, la niña María.

Y esto diciendo, desenvolvió el queso y lo puso en mis manos.

—Dile á mi hermano que le doy las gracias—le dije, y haciéndole una indicación con la mano, agregué :—¡ Vete!

UNA EXCURSIÓN 15.—TOMO II