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queza, de envidia, de miedo, olvidando que velar es soñar de pie y que el sueño no es más que el noviciado de la muerte, cuántos de esos, decía, no habrían sido más dichosos si al fin de la jornada hubiesen podido exclamar:

<Sois—moi fidéle ô pauvre habit que j'aime!

Ensemble nous devenons vieux.

Depuis dix ans je te brosse moi même.

Et Socrate n'eût pas fait mieux.

Quand le sort á ta mince étoffe Livrerait de nouveaux combats, Imite—moi résiste en philosophe.

Mon vieil ami, ne nous sépararons pas.> (1) Yo reía, charlaba, jaraneaba con todos los que rodeaban el fogón, en el que un apetitoso asado se doraba al calor de abundante leña.

El triste prisionero, taciturno, reconcentrado, sombrío como la imagen de la desesperación, me echaba de vez en cuando miradas furtivas.

Quería decirme algo y no se atrevía; quería hacerme un reproche y no hallaba palabras adecuadas; sus pensamientos fluctuaban, como algas marinas entre opuestas corrientes; iba á hablar y callaba; sus ojos brillaban, sin rencor; pero sus labios comprimidos revelaban claramente que balbuceaba una ironía.

—¿En qué piensas ?—le dije.

—En que estás muy alegre—me contestó.

—El que se aflige se muere—repuse.

—¡Ah! tú te vas, yo me quedo.

—Ya te he dicho que nunca es tarde cuando la dicha es buena—le contesté.

—¡Cómo ha de ser!—volvió á exclamar y levantándose de improviso se quiso marchar.

(1) Béranger, Mont habit.