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¡Oh!—me dijo,—con voz bronca y tonada cordobesa, ese es el vestido de la Virgen de la Villa de la Paz.

—¿ De la Virgen ?—le pregunté, haciéndome la ilusión de que había oído mal, aunque el hombre pronunció la frase netamente.

—Sí, pues—repuso; cuando la invasión que hicimos lo trajimos y lo dimos al General.

Y esto diciendo, sostuvo á mi ahijada, que casi se me escapó de los brazos.

Con unas pobres palabras humanas, yo no pude expresar el efecto extraño que hizo en mis nervios, la voz, el aire y la tonada de aquella revelación.

No sentí lo que se siente en presencia de una profanación; no experimenté lo que se experimenta ante un sacrilegio; no me conmoví como cuando un sortilegio nos llena de estúpida superstición. Sentí y experimenté una impresión fenomenal, me conmoví de una manera diabólica, como en la infancia me imaginaba que se estremecía el diablo cuando le echaban agua bendita.

Mi ahijada María, la hija de Mariano Rosas, está ligada á los recuerdos de mi vida, por una impresión tan singular, que su vestido y sus botas me hacen todavía el efecto de un cauchemar.

Yo no puedo ya ver una Virgen sin que esos atavíos sarcásticos se presenten á mi imaginación. Tengo el retrato de mi ahijada como cristalizado en el cerebro, y el vozarrón del bandido que me sacó de dudas me zumba al oído todavía. Hay ecos inolvidables. Son como el rugido del mar cuando, silbando el viento, azota encrespado la pedregosa orilla. Se le oye una vez en la vida no se le olvida jamás.

Terminados los bautismos, el padre Marcos dirigió á las madres de los recién cristianizados un breve ser-