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lemnidad de los circunstantes, el empeño inusitado en que estuvieran con juicio ó callados, todo, todo les impresionaba. Las madres se volvían puros aspavientos.

Esta decía: ¡ Jesús, qué criatura! Aquélla: ¡Ay! ¡qué chiquilla! La una: ¡Qué vergüenza! La otra: ¡ Cállate, por Dios! Acariciaban, reprendían, amonestaban, amenazaban, recurrían, en fin, á todos los ardides maternales para imponer silencio.

¡Imposible! El destemplado coro seguía.

Yo observaba aquella escena sui géneris, y al través de la parodia veía la tendencia humana hacia las cosas graves y solemnes.

Esas pobres mujeres, andrajosas las unas, bastante bien vestidas las otras, cristianas unas, chinas otras, hacían allí, al pie del improvisado altar lo mismo que habrían hecho bajo las naves monumentales de una catedral.

¿Qué sentimiento las dominaba? cuando llorosas ó radiantes de júbilo exclamaban, como varias veces lo escuché, viéndolas abrazar con efusión el fruto de sus entrañas: ¡al fin vas á ser cristiana, hija mía, hijo mío!

Sí, ¿qué sentimiento las dominaba?

¡Ah! un sentimiento innato al corazón humano.

Un sentimiento que Voltaire mismo ha explicado en una frase célebre :

«Si Dieu n'existait pas, il faudrait l'inventer».

Si Dios no existiese sería menester inventarlo.

Aquellas gentes, alejadas de la civilización quién sabe desde cuándo, desgraciadas ó pervertidas, resignadas á su suerte ó desesperadas, ignorantes, vulgares; aquellas mujeres cristianas en el nombre, aquellas chinas, aquellos indios sosteniendo en sus brazos sus hijos con recogimiento y devoción, comprendían por un instinto especialmente humano, que entre este mundo y