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Mal de muchos consuelo de tontos, dice el refrán.

Mal de muchos consuelo de ingratos, debiera decir.

Era preciso aprovechar el día.

Teníamos que bautizar una porción de criaturas, hijas de cristianos refugiados, de cautivas y de indios.

Les recordé á los buenos franciscanos que no teníamos tiempo que perder; mandamos mensajeros en todas direcciones y se preparó el altar en el mismo rancho en que se había celebrado la misa el día antes.

Poco á poco fueron llegando hombres y mujeres cristianos con sus hijos, indios é indias con los suyos.

El toldo de Mariano Rosas era un jubileo.

Reinaba verdadera animación; todo el mundo se había vestido de gala. Yo estaba encantado viendo aquellos infelices honrar instintivamente á Dios. Los frailes contentos como si se tratara de unos óleos regios.

Cualquiera que hubiese llegado á aquellas comarcas ese día sin estar en antecedentes, se habría creído transportando á una tribu indígena convertida al cristianismo.

Cuando todo estuvo pronto, se le mandó prevenir á Mariano Rosas, pidiéndole permiso para empezar, é invitándolo á presenciar la ceremonia.

Contestó que podíamos dar comienzo cuando gustáramos y que no le era posible acompañarnos, porque en ese momento acababan de entrarle visitas.

El rancho que hacía de capilla, era estrecho para contener la concurrencia. Con cada criatura venían los padres, sus parientes, sus amigos, los padrinos y madrinas.

Los chiquillos estaban azorados. Todos ellos, lo mismo los grandes que los chicos, lloraban. El altar, los sacerdotes revestidos, las caras extrañas, el aire de so-