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— 211 —

¡Ya he concluido!

—i Y, ha visto?

—Sí.

— 211 —¿Qué le parece?

—No hallo nada contra usted.

—i Nada?

Y esto diciendo me miró, como preguntándome :

i me engaña usted?

—¡ Nada! ¡ nada !—repetí.

—¡ Hermano!—me dijo con intención.

—Nada, hermano, le doy mi palabra.

Y como no me contestara y no me quitara los ojos y le conociera que quería sondear mis pensamientos, agregué :

—Hermano, si alguien le ha dicho que estas cartas hablan mal de usted, lo ha engañado.

—Léamelas, hermano.

—¿Quiere más bien que venga el Padre y se las lea él?

—No, léamelas usted, hermano.

Se las leí; la lectura duraría un cuarto de hora.

Mientras leía le miré varias veces; tenía los ojos clavados en el suelo la frente plegada.

Cuando acabé de leer, le dije:

—¿Y qué dice ahora?

Que ese hombre es un desagradecido. (Textual).

Por qué, hermano?

—Porque habla mal de los cristianos que le han dado de comer. (Textual).

Hice una composición de lugar con la rapidez del relámpago, y dije:

—Tiene usted razón, hermano; que se quede entonces.

—Sí—me contestó,—dos años más —El tiempo que usted quiera.