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bueno, dispense. Aquélla lo ha hecho—y señalaban á tal ó cual cautiva, y ésta me miraba, como diciendo:

Por usted nos hemos esmerado.

¡Qué escena aquella! En medio del desierto, en la Pampa, entre los bárbaros, un remedo de civilización es cosa que hace una impresión indescriptible.

El espía de Calfucurá, como un buho, observaba con inquieta mirada cuanto pasaba.

—¿Quién es ese ?—le pregunté á Epumer.

—No le conozco—me contestó.

—Pues yo sí.

—Llegó hace un rato, tenía hambre y le hemos dado de comer.

— Y no le conocen ustedes?

—¡No!

—Es un pillo mentiroso.

—¡ Y aquí, qué mal nos puede hacer un pobre !

La contestación me avergonzó. El perro de Quenque estaba con el cuarterón. Me acordé de que aquel hombre tenía corazón, que era quizá más desgraciado que yo, y cambié de conversación.

El espía me oyó hablar de él y no hizo más que lanzarme una mirada extraña y replegarse más y más sobre sí mismo.

Saqué mi libro de memorias, les pregunté á Epumer y su familia qué querían que les mandara del Río 4.º y tomé nota de sus encargos.

Bien poca cosa me pidieron; tela para pilquenes, hilo y agujas.

Epumer me dijo: que quería un chaleco de seda...

Colorado?—le interrumpí.

1 —i —No—me contestó ;—negro.

Me levanté, me despedí, me acompañaron, violando los usos de la tierra, hasta el palenque, monté á caballo y partí.