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collares y cinturones, las pulseras de pies y manos, de cuentas, los grandes aros en forma triangular y el alfiler de pecho redondo, de plata maciza labrada.

La manta era, contra la costumbre, de pañuelo escocés de lana.

Se habían pintado los labios y las uñas de las manos con carmín, se habían puesto muchos lunarcitos negros en las mejillas y sombreado los párpados inferiores y las pestañas.

Estaban muy bonitas.

La mujer de Epumer, sobre todo, me recordaba cierta dama elegantísima de Buenos Aires, que no quiero nombrar.

¡Pues no faltaría más; compararla á ella, tan simpática y prestigiosa por la gracia y la belleza, por su carácter dulce, su talle flexible como el mimbre, su voz de soprano, que tan bien interpreta los acentos delicados de Campanna, con una china !

Trajeron la comida, platos de loza, cubiertos, vasos y mantel.

Empezamos por pasteles á la criolla. Una cautiva los había hecho. Aunque acababa de almorzar con Mariano, comí dos. Luego trajeron carbonada con zapallo y choclos. Epumer me dijo: que me habían buscado el gusto, que le habían preguntado á mi asistente lo que me gustaba. No pude rehusar y comí un plato. Estaba inmejorable; la carne era gorda, la grasa finísima.

En seguida vino el asado, de cordero y de vaca, después puchero. El pan, eran tortas al rescoldo. El postre fueron miel de avispa, queso y maíz frito pisado con algarroba.

Con la carbonada quedé repleto como un lego; rehusé de lo demás. Fué en vano. Me instaron y me instaron. Tuve que comer de todo.

¡Pobres gentes! A cada rato me decían: si no está