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Las chinas aguardaban de pie, con la comida pronta para servirla á la primera indicación.

Las cautivas atizaban el fuego.

Epumer se levantó, me estrechó la mano, me abrazó, me dijo que aquella era mi casa, me hizo sentar, y después que me senté se sentó él.

Los demás circunstantes que eran todos chusma agregada al toldo, no se sentaron hasta que Epumer se lo insinuó.

La conversación rodó sobre las costumbres de los indios, pidiéndome disculpas de no poder obsequiarme, en razón de su pobreza, como yo lo merecía.

Un cristiano bien educado, modesto y obsequioso, no habría hecho mejor el agasajo.

Epumer me presentó su mujer, que se llamaba Quintuiner, sus hijas, que eran dos, y hasta las cautivas, cuyo aire de contento y de salud llamó grandemente mi atención.

—¿Cómo les va, hijas?—les pregunté á éstas.

—Muy bien, señor—me contestaron.

—¿No tienen ganas de salir?

No contestaron y se ruborizaron.

Epumer me dijo:

—Si tienen hijos y no les falta hombre.

Las cautivas añadieron :

—Nos quieren mucho.

—Me alegro—repuse.

Una de ellas exclamó :

—Ojalá todas pudieran decir lo mismo, güeselencia.

Era una cordobesa.

Epumer les indicó á su mujer y á sus hijas que se sentaran, y mandó que sirvieran la comida.

Obedecieron.

Estaban vestidas con lo más nuevo y rico que tenían.

El pilquen era de paño encarnado bastante fino; los