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—Y su amigo, el padre Burela ¿por qué no le ayudó?

—No sé, estaba medio asustado, me parece.

Se sonrió, como diciendo, «uno y medio», y acariciando á uno de sus hijos que se echó sobre sus rodillas, exclamó :

—¡Ese toro!

Era el hijo que había defendido á la madre la noche antes.

—Tiene muy buena cara—le dije.

—Pero no es bueno, ya me ha querido matar,—repuso, mirando al hijo con una mezcla de complacencia y admiración.

El indiecito entendía lo que su padre hablaba; pero no le prestaba atención.

Se desperezó, bostezó, se levantó, habló en la lengua y salió quebrándose como lo hacen sólo nuestros gauchos.

Mariano le siguió con la vista hasta la puerta del toldo, y volvió á repetir:

—¡Toro, hermano!

—¿Cuántos años tiene?

—Debe tener...—me hizo la seña de doce con las manos.

—Es muy chico todavía.

—Pero es gaucho ya.

Trajeron el almuerzo; era lo de siempre: puchero con choclos y zapallo, carne asada, de vaca y de yegua.

—Bueno, hermano—le dije,—yo pienso irme pronto para mandarle cuanto antes las raciones.

—Cuando quiera, hermano—me contestó;—yo no tengo ya sino un poquito que conversar con usted.

—Pienso irme dentro de dos días.

—Hablaremos mañana entonces.

—Está bien.