Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo II (1909).djvu/202

Esta página no ha sido corregida
— 198 —

rio y un chiripá de paño viejo colorado; un resto de sombrero cubría su frente y unas botas llenas de agujeros era todo su calzado. Sus pies estaban destrozados, sus manos encallecidas.

En una bolsa de cuero de gato tenía todo su caudal, hilo, botones, piedritas, agujas, azúcar, hierbas medicinales, tabaco, hierba, papel, y envuelto en un trapito un relicario de oro de cuatro fases, con los retratos de sus padres y de sus dos hijos.

¡Desgraciado Macías!

¡Ah! imaginaos el efecto que me haría ver aquel hombre que había nacido bien, que había recibido educación, gozado de la vida y frecuentando la buena sociedad, reducido á aquella condición!

¡El mismo no lo comprendió!

Me veía alegre, festivo, contento, fingiendo que todo cuanto me rodeaba me parecía óptimo, y me creía insensible al infortunio.

Su corazón, atrofiado por el dolor, creía que el mío estaba seco.

¡Desgraciado Macías!

Los indios hablaban mal de él, le creían loco.

Los cristianos lo mismo; contaban cosas horribles del pobre.

Todos sus vicios se los atribuían á él.

En tal situación escribió al Presidente de la República.

No le contestaron.

¿Cómo le habían de contestar?

Sus cartas habían sido interceptadas y detenidas.

Llamé al capitán Rivadavia y le mandé preguntar con él á Mariano Rosas si estaba visible.

Me contestó que fuera cuando quisiese, que estaba por almorzar.

Entré en su toldo.