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tan desesperados en el instante mismo en que la barca del arrojado pescador viene en su ayuda, así es la vida.

Las penas secan los ojos, las ingratitudes hielan el corazón; los desengaños matan las últimas ilusiones ; parecemos momias ambulantes, descendiendo marcialmente sin consuelo por los obscuros escalones de la eternidad, y sin embargo, algo nos estremece y nos conforta aún á la manera de un sacudimiento galvánico, inefable : : es la esperanza en Dios.

¡Ay de aquel que después de haber perdido la fe en todo, no conserva en su esqueleto un santuario siquiera para refugiar en él esa fe pura !

Macías no creía que yo me atrevería á exigir su libertad; aunque no me lo decía, lo comprendía. Abatido por el infortunio, me confundía con los aduladores del cacique.

Su actitud era digna; aprovechaba toda ocasión de manifestar que su existencia se hacía cada día más insoportable, pero no suplicaba.

El desgraciado tenía impresas en su frente las huellas de un dolor punzante, reconcentrado; celaje de amargura; sus grandes ojos negros rasgados, vagaban inquietos, fijábanse á veces en tierra, y al recordar, sin duda, la dulce libertad perdida, brillaban cristalizados por comprimido lloro.

Macías tiene cuarenta años; es hijo de una respetable familia de Buenos Aires y está enlazado á una joven de origen inglés.

Su padre es un español conocido en este comercio.

Imaginaos un árabe con gran nariz aguileña, de barba y cabello canos y tendréis su retrato.

Sus primeros estudios los hizo en la escuela del señor don Juan A. de la Peña, donde yo le conocí.

Después cursó las aulas universitarias, preparándose