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En el toldo de Mariano Rosas se oían gritos de mujer.

Me acerqué ocultándome.

El cacique había castigado á una de sus mujeres, quería castigar á otra y el hijo se oponía, amenazando al padre con un puñal si tocaba á la madre.

Era una escena horrible y tocante á la vez.

Habían bebido, el toldo era un caos, las mujeres y los perros se habían refugiado en un rincón, los indiecitos y las chinitas desnudas lloraban, y un fogón expirante era toda la luz.

Mariano Rosas rugía de cólera.

Pero retrocedía ante la actitud del hijo protector de la madre.

Según se dijo al día siguiente, era muy capaz de haber muerto al padre, si no se hubiera contenido, para que se vea que, hasta entre los bárbaros, el ser querido que nos ha llevado en sus entrañas, que nos ha amamantado en su seno y nos ha mecido en su regazo es un objeto de culto sagrado.

Me acosté con la intención y la esperanza de dormir.

Pero estaba de Dios que en Leubucó las noches habían de ser toledanas para mí.

Cuando conciliaba el sueño, una serenata de acordeón con negro y todo, presidida por los cuatro hijos de Mariano Rosas, achumados á cual más, me despertó.

Fué en vano resistir.

Hubo cohetes y aguardiente como para que los yapaí duraran un buen rato.

Yo en lugar de beber, hacía el ademán y derramaba el nauseabundo líquido por donde caía.

Al fin se remató la impertinente chusma y me escurrí, pasando el resto de la noche sin novedad.