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—Con estos indios se precisa mucha paciencia, es preciso conocerlos bien, son muy desconfiados, en cuanto ven que uno es amigo de los cristianos, ya piensan que los engañan. ¡Los han traicionado tantas veces! Ya ve cómo ha estado su compadre Baigorrita.

—¡Pero de mí, qué podían temer?—le contesté.

—Nada, de usted nada.

—¿Y entonces?

—Pero si yo hubiera aprobado todas sus razones, quién sabe qué hubieran dicho.

—¿Y si me hubiesen insultado, ó me hubieran querido matar?

—¡Cuándo !—fué toda su respuesta.

Y esto diciendo, se tendió al galope, añadiendo:

—Bueno, hermano, hasta luego, lo espero á comer.

—Bueno, hermano, ahorita no más estoy en Leubucó, voy á descansar un rato en la Aguada—le contesté.

El sol se hundía del todo en la raya lejana: una ancha faja cárdena, resplandeciente, radiosa, teñía el horizonte y con su lumbre purpúrea, cambiante, hermosa, doraba las apiñadas nubes del Occidente, que, como encumbradas montañas movedizas coronadas de eternas nieves, se alzaban hasta el cielo á la manera de inmensas espirales y de informes figuras de inconmensurable grandor.

El seco aquilón plegaba sus alas; las mansas y apacibles auras jugueteaban galapas, refrescando la frente del viajero; el pasto ondulaba como el irritado mar en sus profundidades insondables después de la tempestad; las silvestres flores se erguían sobre su flexible tallo, pintando los campos con colores vivaces; un perfume suavísimo, delicado, imperceptible como la confusa reminiscencia del primer ósculo de amor, vagaba envuelto entre las brisas embriagadoras.

Los últimos rayos solares refractándose en la atmós-