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era indio, me pedía que le mandara unas espuelas de plata.

Contesté á todo como debía, despaché al mensajero y seguí por el camino que acababa de tomar.

A poco andar me incorporé á mi gente. Adelante de ella iban varios indios desparramados.

Entre ellos reconocí á Mariano Rosas, le acompañaba á la par su hijo mayor.

Sintió el tropel de mis caballos, miró atrás, y al ver que era yo, sujetó.

—Buenas tardes, herma?.o—me dijo con marcada amabilidad.

Jamás le había visto un aire tan amistoso.

—Buenas tardes—le contesté con estudiosa sequedad.

—Cómo le ha ido—prosiguió, diciéndole á su hijo :

—Saca esas perdices para mi hermano.

El hijo obedeció, y de unas alforjas sacó dos hermosas martinetas cocidas y una torta.

Yo contesté:

—Me ha ido regular, hermano.

Tomó las perdices y la torta y me las pasó, diciéndome:

—Coma, hermano.

Su cara tenía una expresión de malicia particular; parecía que el indio se reía interiormente.

Tomé las perdices, lę pasé una, y media torta á los frailes, y el resto lo paicí con él.

Ibamos al trote masticando sin hablar.

—Galopemos—me dijo.

—No, mis caballos están pesados, no tengo apuro en llegar; galope usted si tiene prisa—le contesté.

—¿Qué le ha parecido la junta?—me preguntó.

—¿ Qué me ha parecido?—repuse, fijando en él mis ojos, como diciéndole: Ya lo calculará usted.

Me entendió y dijo: