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Volví á hacer la enumeración de lo que se había de entregar según el Tratado.

La calma se restablecía y la junta parecía tocar á su fin.

Aproveché las buenas disposiciones que renacían para hacer presente, á fin de quitar todo motivo de resentimiento futuro:

Que la paz no era hecha conmigo, que yo ca un representante del Gobierno y un subalterno del general Arredondo, mi jefe, con cuyo permiso me hallaba entre los indios; que no creyesen si otro jefe me reemplazaba, que por eso la paz se había de alterar, que ese jefe tendría que cumplir el Tratado y las órdenes que el Gobierno le diera; que ellos estaban acostumbrados á confundir á los jefes con quienes se entendían con el Gobierno; que así, en ningún tiempo la desaparición mía de la frontera debía ser un motivo de queja, una razón para que se negaran á observar fielmente lo convenido; que cerca ó lejos tendrían siempre en mí un amigo que haría por el bien de ellos, si lo merecían, todo cuanto pudiera.

Mariano Rosas se puso de pie, y con una sonrisa la más afable, me dijo:

—Ya se acabó, hermano.

Nueve horas consecutivas los frailes yo habíamos estado sentados en la misma postura y en el mismo lugar; cuando quisimos levantarnos, las piernas entumidas no obedecían.

Para incorporarnos tuvimos que prestarnos mutua ayuda.

Nos levantamos.

Mariano Rosas me dijo que algunos indios de importancia querían conversar particularmente conmigo.

Para conferencias estaba yo.

¡Pero qué hacer!