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—Que conteste ese venerable sacerdote, que se encuentra entre los indios en nombre de la caridad cristiana; que diga él, á quien el Gobierno y los ricos de Buenos Aires le ha dado plata para que rescate cautivos, si no es cierto lo que acabo de decir.

El reverendo no contestó, tenía la cara larga, caídos los labios, más abiertos los ojos que de costumbre, inflamada la nariz, sudaba la gota gorda y estaba pálido como la cera.

¡Qué contraste hacía con el padre Marcos y el padre Moisés !

Ellos no hablaban porque no podían hablar, nadie los interpelaba; pero en sus rostros simpáticos estaba impresa la tranquilidad evangélica, y la inquietud generosa del amigo que ve á otro comprometido en una demanda desigual.

—Que diga—continué, el padre Burela, que no tiene espada, de quien ustedes no pueden desconfiar, si los cristianos aborrecen á los indios.

El reverendo no contestó, su facha me hacía el efecto de un condenado.

La voz de la conciencia, sin duda, le trababa la lengua al hipócrita.

—Que diga el padre Burela—proseguí, si los cristianos no desean que los indios vivan tranquilos, todos juntos, renunciando á la vida errante, como viven los indios de Coliqueo cerca de Junín.

El reverendo no contestó.

En ese momento, sea que los caballos se espantaron; sea lo que se fuere, no puedo decir lo que hubo, sintióse algo parecido á un estremecimiento de la multitud.

Lo confieso, temí una agresión.

Redoblé mi energía y seguí hablando.

—Yo soy aquí—les dije,—el representante del Presidente de la República ; yo les prometo á ustedes que UNA EXCURSIÓN 12.—TOMO II