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—Ustedes han hecho más matanza de cristianos que los cristianos de indios.

Inventé todas las matanzas imaginables, y las relaté junto con las que recordaba.

—¡Winca! ¡ winca! ¡ mintiendo !—gritaron algunos.

Y en varios puntos del círculo se hizo como un tumulto.

Era el peor de los síntomas.

Varios de mis ayudantes se habían retirado guareciéndose bajo la sombra de un algarrobo.

El sol quemaba como fuego, y hacía ya largas horas que la discusión duraba.

A mi lado no habían quedado más que los dos frailes franciscanos y el ayudante Demetrio Rodríguez.

Viendo que la situación se hacía peligrosa, lo miré á mi compadre Baigorrita, que no había hablado una palabra, permaneciendo inmóvil como una estatua. No hallé su mirada.

Busqué otras caras conocidas para decirles con los ojos: Aplaquen esta turba desenfrenada.

Todas ellas estaban atónitas.

Si me miraban no me veían.

—Es que dijo Mariano Rosas,—los indios somos muy pocos y los cristianos muchos. Un indio vale más que un cristiano.

Estuve por no contestar.

Pero antes que arriar la bandera, exclamé interiormente: que me maten; pero me han de oir.

—No diga barbaridades, hermano—le contesté ;todos los hombres son iguales, lo mismo un cristiano que un indio, porque todos son hijos de Dios, Y dirigiéndome al padre Burela que, como el convidado de piedra de Don Juan Tenorio, presenciaba aquella escena turbulenta sin tener ni una mirada ni una palabra de apoyo para mí, dije: