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sus pulmones; accionaba y se estremecía dando ayes desgarradores.

El auditorio sobreexcitado, jadeante, aturdido por sus propios gemidos, nada oía. Veía, sentía, calculaba que el predicador debía estar sublime lo ahogaba con su lloro y sus lamentaciones.

La sacra efigie inclinó la cabeza por última vez, una oleada de dolor estremeció á todo el mundo y el predicador desapareció.

Ultimamente en Brusela en un banquete de periodistas presidido por el rey Leopoldo, el más aplaudido de los oradores ha sido el representante de La Liberté de París.

A los repetidos, que hable La Liberté, se puso de pie.

Las luces, el vino, la penosa elaboración de la digestión de una comida opípara, la charla, habían ya producido en todos una especie de mareo.

Era un rapaz vivo como él solo.

— Señores — dijo, — en presencia de sa majesté, ¡ aplausos !

No le dejaban continuar.

Comenzó á mover la cabeza, á batir los brazos como remos, ¡ aplausos! ¡ hurrahs!

—¡ Liberté !—dijo,—¡ más aplausos! ¡ más hurrahs!

—¡Egalité! ¡ dobles aplausos! ¡ dobles hurrahs !

—¡Fraternité! ¡ triples aplausos! ¡ triples hurrahs!

El orador deja de hablar, los aplausos, los hurrahs cesan por fin, y un éxito completo corona el triunfo de la pantomima sentimental sobre el arte ciceroniano.

Hay resortes de los que no se debe abusar. Traté de no gastar los míos.

Dejé la palabra, viendo que los oyentes estaban convencidos de que el Presidente y el Congreso no se habían de pelear por cuatro reales, ni por un millón, ni por cosas mayores.