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Mariano Rosas me dijo:

Pero el Congreso puede desaprobar?

Yo no podía confesar que sí; me exponía á confirmar la sospecha de que los cristianos sólo trataban de ganar tiempo; recurrí á la oratoria y á la mímica, pronuncié un extenso discurso lleno de fuego, sentimental, patético.

Ignoro si estuve inspirado.

Debí estarlo ó debieron entenderme; porque noté corrientes de aprobación.

La elocuencia tiene sus secretos.

Yo me acuerdo siempre, en ciertas casos, cuando veo á la muchedumbre conmovida por la resonancia de una dicción eufónica, rimbombante, sonora, de un predicador catamarqueño.

Predicaba un sermón de Viernes Santo.

Un muchacho oculto en el fondo del púlpito se lo soplaba.

Había llegado á lo más tocante, al instante en que el Redentor va á expirar ya ultimado por los fariseos.

La agonía del mártir había empezado á arrancar lágrimas de los fieles, amargos sollozos vibraban en las bóvedas del templo.

El predicador conmovido á su vez, iba perdiendo el hilo. Miró al fondo del púlpito; el muchacho se había dormido.

Era imposible continuar hablando.

Recurrió á la mímica.

Cicerón lo ha dicho: quasi sermo corporis. Esta vez quedó probado.

El dolor crecía como la marea. No había más que ayudar un poco para producir la crisis y completar el cuadro.

A falta de palabras, el orador apeló á sus brazos y á