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—Díganme que no es cierto—exclamaba yo, viendo que nadie había contradicho mis demostraciones. Y aprovechando la coyuntura, fulminé mis rayos oratorios contra Calfucurá.

—Calfucurá—les dije,—ha roto la paz porque es un indio muy pícaro y de muy mala fe que no teme á Dios. He sabido que lo que hemos arreglado con Mariano Rosas para estas paces es más de lo que él recibe, y se ha vuelto á hacer enemigo de los cristianos, diciendo que los indios ranqueles son preferidos. Pero todo es para ver si consigue que le den lo mismo que estas indiadas van á recibir por el tratado de paz que ya hemos arreglado con mi hermano.

Y al decir mi hermano, acentuaba la palabra cuanto podía y me dirigía á Mariano Rosas.

—Ya ven ustedes—gritaba con toda la fuerza de mis pulmones y mímica indiana, para que todos me oyeran y creyendo seducirles con mi estilo, cómo los indios ranqueles son preferidos á los de Calfucurá.

Mariano Rosas me preguntó, que cuántas yeguas se debían ya á los indios por el tratado.

Quería decir que desde cuándo había empezado á tener fuerza.

Como se ve, el tratado era y no era el tratado.

Le contesté que el tratado obligaba á los cristianos desde el día en que el Presidente de la República le había puesto su firma al pie.

Me contestó que él había creído que era desde el día en que me lo devolvió aprobado.

Le contesté que no.

Me preguntó que cuándo lo había firmado el Presidente de la República.

Satisfice su pregunta, y entonces, haciendo sus cuentas, me dijo que ya se les debía tanto.

Expliqué lo que antes le había explicado en Leu-