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— 162 siastas manifestaciones de aprobación, llegó el turno del debate.

El cacique empezó por invocar á Dios.

Me dijo que protegía á los buenos, y castigaba á los malos; me habló de la lealtad de los indios, de las paces que en otras épocas habían tenido, que si habían fallado, no había sido por culpa de ellos; me hizo un curso sobre la libertad con que entre ellos se procedía; agregó que por eso había reunido los principales capitanejos, los indios más importantes por su fortuna ó por sus años para que dijesen si les gustaba el tratado, porque él no hacía sino lo que ellos querían; que su deber era velar por su felicidad; que él no les imponía jamás, que entre los indios no sucedía como entre los cristianos, donde el que mandaba, mandaba; y terminó pidiéndome leyera los artículos del tratado referentes á la donación trimestral de yeguas, etc., etc.

Me disponía á contestar, cuando oí que le gritaban con desprecio al doctor Macías, que teniendo al hombro una escopeta, regalo mío á Mariano Rosas, se había confundido con su gente.

—¡ Afuera! ¡ afuera el Doctor!

El pobre Macías agachó la cabeza, y resignado á su suerte se alejó de allí, siendo objeto de las risas y rechifles de los indios más ladinos y de algunos cristianos.

Metí la mano al bolsillo, saqué mi libro de memorias; busqué en él el extracto del tratado de paz, y procurando imitar la mímica oratoria de la escuela ranquelina, tomé la palabra.

Expliqué el tratado, punto por punto; hablé de Dios, del Diablo, del cielo, de la tierra, de las estrellas, del sol y de la luna; de la lealtad de los cristianos, del deseo que tenían de vivir en paz con los indios, de ayudarlos en sus necesidades, de enseñarles el trabajo,