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Sólo le bajó las riendas. Los mansos animales ni se movían de su puesto.

Mariano Rosas invitó á todo el mundo á sentarse.

Nos sentamos, pues, sobre el pasto humedecido por el rocío de la noche, sin que nadie tendiera poncho, ni carona, cruzando las piernas á la turca.

Mariano Rosas me cedió á su lenguaraz José; colocóse éste entre él y yo, y el parlamento empezó.

Yo estaba bajo la influencia desagradable de las revelaciones que me habían hecho y fastidiado con la pretensión rechazada de que saludara al padre Burela.

Apoyé los codos en las rodillas, y ocultando la cara entre las manos, me dispuse á escuchar el discurso inaugural de Mariano Rosas.

El lenguaraz me previno que todavía no empezaba á hablar conmigo.

El cacique general tomó la palabra y habló largo rato, unas veces con templanza, otras con calor, ya bajando la voz hasta el punto de no percibirse los vocablos, ya á gritos; ora accionando, con la vista fija en tierra, ora mirando al cielo. Por momentos, cuando su elocuencia rayaba, sin duda, en lo sublime, sacudía la cabeza y estremecía el cuerpo como poseído de un ataque epiléptico.

Las palabras: Presidente, Arredondo, Mansilla, yeguas, achucar, yerba, tabaco, plata y otras castellanas que los indios no tienen, flotaban entre la peroración á cada paso.

Los oyentes aprobaban y desaprobaban alternativamente.

Cuando aprobaban, el orador bajaba la voz; cuando desa probaban, gritaba como un condenado.

Terminado el discurso inaugural, en medio de entuUNA EXCURSIÓN 11.—TOMO II