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Estaba provocativo. Iba mal parado si le aflojaba, así es el gaucho taimado.

—Y este fogón es mío, le agregué, como diciéndole:

«no quiero que en él se hablen cosas que no me gustan».

—¿Y usted quién es?—repuso, jugando siempre con el rebenque y fijando la vista en el fogón.

—Averigüe—le contesté.

En ese momento una voz conocida dijo al lado mío:

—Orden, señor.

Era Camilo Arias que venía á mi llamado.

—Aquí tienes un amigo—le dije, señalándole á Manuel Alfonso.

Los paisanos son generalmente fríos, se saludaron como si se hubieran visto el día antes.

—Vamos—le dijo Camilo.

—Vamos contestó el gaucho, levantándose. Dió las buenas noches y se marchó.

Me quedé sumamente preocupado. En un hombre tan sagaz como él, tan conocedor de los indios, tan influyente entre ellos por sus servicios, sus conocimientos y su valor, aquellas palabras soltadas en mi fogón, revelaban malísima intención.

No había subido aún á caballo Manuel Alfonso, cuando mi compadre Baigorrita se presentó.

Echó pie á tierra y se sentó á mi lado; pedí su cena, se la trajeron, y sacando el cuchillo, me dijo:

—¿Conociendo Chañilao?

—Ahí va—le contesté indicándoselo. Acababa de armar un cigarro en ese instante y lo encendía, montando ya.

—Ahí—dijo mi compadre.

—i Hay algo?—le pregunté á San Martín.

—¡ Creo que sí!—me contestó.

Baigorrita estaba más pensativo que de costumbre.