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dole, me voy, me contestó con otra, como diciéndome, hace bien, esto no es con usted; me levanté, me abrí paso por entre una espesa muralla de chusma que escuchaba el parlamento, llamé á mi asistente, me acercó el caballo, puse pie en el estribo y me disponía á mantar, cuando unos acordes destemplados hirieron mis oídos, de atrás. ¡Era el negro del acordeón! Al mismo tiempo que volteaba la pierna derecha, le pegué con la izquierda en el pecho un fuerte puntapié, le di contra el suelo y me tendí al galope. El artista estaba achumado.

Llegué al montecito donde me esperaba mi gente; el fogón ardía resplandeciente lo mismo que una hoguera de la inquisición; daba ganas de saltarlo, como los muchachos saltan las fogatas de viruta y alquitrán en el día de San Juan. Hay tentaciones irresistibles.

Piqué mi valiente caballo, pasé por encima del fuego é hice un desparramo. Y como ni el asado, ni el puchero, ni la caldera cayeron, todos aplaudieron de corazón.

Contento de mi triunfo eché pie á tierra, con más agilidad que otras veces, ocupé mi puesto en la rueda y empecé á pegarle al mate.

Mi compadre no venía, cenamos; ordené que le guardaran algo, y antes de recogerme mandé ver dónde y cómo estaban los caballos.

Más de veinte formábamos el círculo del fogón. Hablábamos quién sabe de qué; de repente oyóse un tropel de caballos. Es Baigorrita, dijeron unos. Los jinetes sujetaron casi encima de nosotros, y una voz firme, varonil, desconocida para mí, dijo: ¡Buenas noches !

—Es Chañilao—dijeron unos.

—Buenas noches—dijeron otros.

—Eche pie á tierra, si gusta—dije yo, fingiendo que no había reparado en el recién llegado. Pero á la vis-