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Pero palpita aún. El mundo de los recuerdos es su suplicio. Si pudiera olvidar! ¿Olvidar? ¡No! Debe arrastrar la pesada cadena de sus decepciones, ó de sus remordimientos.

¡Ah! ¡ los viejos! No desdeñéis esas existencias retrospectivas, que adustas ó risueñas, ocultan en insondables profundidades terribles misterios de amor y de odio, de constancia y versatilidad, de nobleza y ambición, de generosidad y cálculo frío y meditado.

Si ellos os abrieran su pecho, leeríais allí severas lecciones para conformar vuestras acciones; para no incurrir en las mismas faltas y errores que ellos cometieron.

Callan, porque son discretos; porque la discreción es la última y la más difícil de las virtudes que aprendemos.

¡Ah! ¡ Si los viejos hablaran!

¡Si en lugar de contarnos sus grandezas, sus glorias, sus triunfos juveniles, nos contaran sus miserias! ¡Cuánto desaliento no nos infundirían!

Su silencio es la postrer prueba de amor que nos dan.

Ellos son como las páginas de un libro atroz. Si hablan con su experiencia, desencantan, confunden, anonadan.

No os empeñéis en leerlas.

Amad y respetad á los viejos, no porque hayan sido buenos, sino porque deben haber sufrido.

El dolor es fecundo y purifica.

No les creáis cuando haciendo esfuerzos levantan erguida la cerviz, diciendo con orgullo insolente como J. J. Rousseau: ¿cuál de vosotros ha sido mejor que yo?

Van haciendo su papel en la comedia de la vida.

Todos han sido iguales en un sentido. En otro tri-