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homenaje respetuoso en medio del desierto, á la luz de las estrellas, tributado por los bárbaros, me hizo comprender que el respeto hacia los que nos han precedido en la difícil y escabrosa carrera de la vida es innatc al corazón humano.

Yo tengo la peor idea de los que no se inclinan reverentes ante la ancianidad.

Cuando me encuentro con algún viejo, conocido ó desconocido, instintivamente le cedo el paso.

Cualquiera que sea la condición del hombre, sea su porte distinguido ó no, vista el rico paño de la opulencia, ó los sucios harapos del mendigo, una cabeza helada por el invierno de la vida, me infunde siempre religioso respeto.

¡Quién sabe, me digo, al verle pasar, cuántas injusticias no han herido ese corazón!

¡Quién sabe cuántos dolores no han desgarrado su alma!

¡Quién sabe de cuántos desdenes no es víctima, después de haber sacrificado los más caros intereses en aras de la patria y de la amistad!

¡Quién sabe cuántos infortunios indecibles no han anticipado su vejez!

¡Quién sabe si habiéndose hecho la ilusión de ver en el último tercio de la vida, amenizado el hogar con los afanes de la tierna esposa, de los hijos, no es un desterrado de la familia por sus liviandades ó por la fatalidad!

¡Quién sabe si esa existencia trémula, enfermiza, que se apaga, que no destella ya sino moribundos rayos, como el sol de brumoso día al ponerse, no necesita un poco de consideración social para disfrutar de un soplo más de vida!

¡Los niños y los viejos son como los polos del mundo!

opuestos, pero iguales.