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indios circunvecinos y lejanos que sucesivamente llegaban al lugar de la cita.

A todos los recibía con la misma consideración; á todos les hacía las mismas preguntas; á todos los conocía por sus nombres, sabía de dónde venían, cómo se llamaban sus abuelos, sus padres, sus mujeres, sus hijos; y á todos les explicaba el motivo de la junta, que al día siguiente se celebraría. Y todos contestaban lo mismo, y después de contestar se sentaban en hilera dándoles la derecha á los capitanejos más caracterizados y á los viejos. Entre éstos fué objeto de las mayores atenciones un tal Estanislao. Venía de muy lejos, de la raya de las tierras de Baigorrita con Calfucurá.

Tendría como sesenta años; era alto pero estaba encorvado bajo el peso de la edad; sus largos cabellos canos cayendo en lacias crenchas sobre sus hombros, le daban á su rugosa cara, tostada por el sol, un aspecto simpático de veneración.

Su traje era el de un paisano.

Poncho y chiripá de tela pampa, camisa de crimea, calzoncillos con fleco, botas de potro cerradas en la punta. No llevaba sombrero. Una ancha vincha azul y blanca adornaba su frente.

Para bajarse del caballo tuvo necesidad de que dos indios robustos le prestaran ayuda.

Una vez en tierra le colocaron un par de muletas hechas de tosca madera de chañar. Apoyado en ellas, y abriéndole paso todo el mundo, avanzó sobre Mariano Rosas. Púsose éste de pie y le recibió con marcadas muestras de cariño, echándole los brazos y estrechándolo con efusión.

Los capitanejos é indios de importancia que ocupaban los asientos preferentes se corrieron á la derecha, cediéndole el primer puesto, en el que se colocó. Aquel