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Galopábamos á toda brida.

Eramos como doscientos y ocupábamos media legua, por el desorden en que los indios marchan.

El sol se ponía con un esplendor imponente; sus rayos como dardos de fuego despejaban los celajes que intentaban ocultarlo á nuestras miradas y refractándose sobre las nubes del opuesto hemisferio, teñían el cielo con colores vivaces.

¿Qué peligro corría?

Ninguno en realidad.

Las aves acuáticas, en numerosas bandadas, hendían los aires con raudo vuelo y graznando se retiraban á las lagunas donde anidaban sus huevos.

Es increíble la cantidad de cisnes, blancos como la nieve, de cuello flexible y aterciopelado; de gansos manchados, de rojo pico; de patos reales, de plumas azules como el lápislázuli; de negras bandurrias, de corvo pico; de pardos chorlos, de frágiles patitas; de austeras becacinas de grises alas que alegran la Pampa. En cualquier laguna hay millares.

¡Cómo gozaría allí un cazador!

Imaginaos que en la «Ramada» los soldados recogieron un día ocho mil huevos, después de haber recogido toda la semana grandes cantidades.

¡Cuánto echaba yo de menos mi escopeta!

Entramos en el monte. Anocheció y seguimos al galope. El polvo y la obscuridad envolvían en tinieblas profundas los árboles que, como fantasmas se alzaban de improviso al acercarnos á ellos; no nos veíamos á corta distancia; nos llevábamos por delante unos á los otros; mi caballo era superior, yo iba á la cabeza, perdí la senda y me extravié.

Sujeté, hice alto, puse atento el oído en dirección al rumbo que me pareció traerían los que me precedían, nada oí.