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decía, pasando por ella sus puercas manos. Quería levantarme y no me dejaba. Estaba cargoso como cuatro. Y no me era dado manifestarle que me atosigaba con sus monadas, porque á mi compadre le hacían suma gracia. Además, yo sabía todo el cariño y respeto que tenía por él.

Me abrazaba, me besaba, se quedaba mirándome, y gozoso exclamaba: ¡ Ese coronel Mansilla toro!

Era el mayor cumplimiento que podía dirigirme. Ya lo he dicho, ser toro es ser todo un hombre.

No sabiendo qué más hacerme, se le ocurrió trenzarme la pera.

Era la otra seña convenida con Camilo si algún peligro me amenazaba. ¿Cómo dejarlo satisfacer su capricho?

Se aferró á él con tanta tenacidad, que me preocupó seriamente.

Y no era para menos, Santiago amigo, si tienes presente la composición de lugar hecha con Camilo, para el caso de que los indios no quisieran dejarme salir de entre ellos.

Que me hubiera pedido y sacado el pañuelo, se explicaba. A cualquier indio podía habérsele ocurrido pedírmelo. Me había puesto en ese caso. Pero que después de haber dado el pañuelo me quisiera trenzar la barba, era inexplicable, extraordinario.

No hay previsión que alcance ciertas cosas; con razón dice Napoleón, que en la guerra dos tercios deben concedérsele al cálculo y uno á la casualidad.

No podía ocurrírseme la idea de una traición, porque los muchachos de Camilo eran todos hombres muy seguros. Han conversado entre ellos sobre lo convenido, algún espía los ha oído, me decía, y me tienden un lazo; quieren ver qué hago.

El indio no declinaba de su empeño. A Roma per