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los estribos? ¡ Ladrones! les he tirado todo y me he renido en pelo, ni las riendas he traído, le he echado al pingo un medio bozal.

—¡ San Martín! ¡ San Martín!—gritaba Baigorrita.

Vino San Martín, entró en el toldo y mi compadre habló con él, repitiendo mi nombre varias veces.

—Díceme — dice Camargo, que lo cuide á usted, que no hagan ruido y que si Caiomuta quiere hacer barullo, que lo maten.

Caiomuta, ebrio como estaba, no podía levantarse del sitio en que lo había tendido el membrudo brazo de su hermano mayor.

Camargo se arrastró como un reptil, saliendo de donde estaba, y acostándose á los pies de mi cama me pidió mil disculpas por haber venido alegre; me contó el robo que le habían hecho otra vez; me dijo que los indios eran unos pícaros, que él los conocía bien; que por eso no les andaba con chicas: que Caiomuta era quien le había hecho robar los estribos de plata; que para saberlo había tenido que asustarlo á un indio; que le había ofrecido matarlo si no le confesaba la verdad, y que, de miedo, no sólo le había contado todo, sino que le había dado un chifle de aguardiente que tenía muy guardado hacía tiempo; que al día siguiente habían de parecer los estribos, que si no parecían se había de volver en pelo á lo de Mariano y lo había de avergonzar á Caiomuta; que á una visita no se le robaban las prendas.

Yo no podía pegar los ojos. Oía rugir á Caiomuta y estaba alerta.

San Martín se allegó á mi cama y me miró de cerca.

—¿Qué hay?—le dije.

—Nada, señor, duerma no más, no hay cuidado—me contestó.

—Gracias—repuse.