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minaba con sus tímidos fulgores aquella escena silenciosa, en que la civilización y la barbarie se confundían, durmiendo en paz al lado del hediondo y desmantelado toldo del cacique Baigorrita, todos los que me acompañaban, oficiales, frailes y soldados.

Cuidando de no pisarle á alguno la cabeza, el cuerpo ó los pies, busqué el sitio donde habían acomodado mi montura. Estaba á la cabecera de mi cama. Saqué de ella un poncho calamaco, volví al fogón y se lo di al espía de Calfucurá, cuyos grasientos pies lamía el hambriento perro, diciéndole:

—Toma, tápate.

—Gracias—me contestó tomándolo.

Iba á sentarme para seguir interrogándolo, aprovechando la quietud que reinaba, cuando oí el galope de varios caballos y gritos de:

—¿Dónde está ese coronel Mansilla ?

El espía se puso de pie. Tenía un gran cuchillo medio atravesado por delante. Le miré. Su cara revelaba curiosidad, pero no mala intención.

—¡Qué gritos son esos?—le pregunté.

—Parecen borrachos—me contestó.

—A ver; fíjate le dije.

Paró la oreja, los gritos seguían aproximándose. Yo no percibía bien lo que decían. Ya no resonaba en el silencio de la noche mi nombre, sino ecos araucanos.

—¿Qué dicen ?—le pregunté, pareciéndome oir una voz conocida.

—Es Camargo—me contestó.

—¡Camargo?

—Sí, viene con unos indios borrachos, ya llegan.

En efecto, sujetaron los caballos é hicieron alto detrás del toldo de Baigorrita, presentándoseme acto continuo Camargo.

UNA EXCURSIÓN 8.—TOMO II