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Yo le había creído peor de lo que era.

Así son todos nuestros juicios, imperfectos como nuestra propia naturaleza.

Cuando no fallan porque consideramos á los demás inferiores á nosotros mismos, fallan porque no los hemos examinado con detención. Y cuando no fallan por alguna de esas dos razones, fallan porque faltos de ca ridad, no tenemos presente las palabras de la Imitación de Cristo:

«Si tuvieses algo bueno, piensa que son mejores los otros. » ¿Quién era aquel hombre? Un desconocido. ¿Qué vida había llevado? La de un aventurero. ¿Cuál había sido su teatro, qué espectáculos había presenciado?

Los campos de batalla, la matanza y el robo. ¿Qué nociones del bien y del mal tenía? Ninguna. ¿Qué instintos? ¿Era intrísecamente malo? ¿Era susceptible de compadecerse del hambre ó de la sed de uno de sus semejantes? No es permitido dudarlo después de haberle visto, entre las tinieblas, sentado cerca del moribundo fogón, sin más testigos que sus pensamientos, apiadarse de un perro, que por su flacura y su debilidad parecía condenado á presenciar con avidez el nocturno festín de sus compañeros.

¿Sería yo mejor que ese hombre, me pregunté, si no supiera quién me había dado el ser; si no me hubieran educado, dirigido, aconsejado; si mi vida hubiera sido obscura, fugitiva; si me hubiera refugiado entre los bárbaros y hubiera adoptado sus costumbres y sus leyes y me hubiera cambiado el nombre, embruteciéndome hasta olvidar el que primitivamente tuviera?

Si jamás hubiera vivido en sociedad, aprendiendo desde que tuve uso de razón á confundir mi interés particular con el interés general, que es la base de