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—Dos.

—i Cuáles?

—El Colorado y el Negro.

—i Sabes leer?

—No.

Cómo te llamas?

—Uchaimañé (ojos grandes).

—Te pregunto tu nombre de cristiano.

—Se me ha olvidado.

—¿Se te ha olvidado?...

—Sí.

—¿Quieres irte conmigo?

—¿Para qué?

—Para no llevar la vida miserable que llevas.

—¿Me harán soldado?

No le contesté.

El prosiguió: aquí no se vive tan mal, tengo libertad, hago lo que quiero, no falta que comer.

—Eres un bandido—le dije ;—me levanté, abandoné el fogón y me apresté á dormir.

La tertulia se deshizo, el cuarterón se quedó como una salamandra al lado del fuego. Los perros le rodearon lanzándose famélicos sobre los restos de la cena.

Refunfuñaban, se mordían, se quitaban la presa unos á los otros.

El espía permanecía inmóvil entre ellos. Tomó un hueso disputado y se lo dió á uno de los más flacos acariciándolc.

Noté aquello y me abismé en reflexiones morales sobre el carácter de la humanidad.

El hombre que no había tenido una palabra, un gesto de atención para mí, que se había mostrado hasta soberbio en medio de su desnudez, tenía un acto de generosidad y un movimiento de compasión para un hambriento y ese hambriento era un perro.