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de una puñalada en una pulpería, ganó los indios, anduvo por Patagones comerciando, en calidad de Picunche, y allí conoció al coronel Murga.

Yo me he criado con Julián, le quiero mucho; los recuerdos de nuestra infancia no se borrarán jamás de mi imaginación; en nuestro barrio, el de San Juan, había, como en todos, un caudillo, él era el nuestro.

Los pulperos, los zapateros, los tenderos y las viejas nos temblaban. Eramo el azote de los negros que vendían pasteles, de los lecheros y panaderos.

Teníamos nuestro arsenal de piedras para ellos; y una colección de apodos que todavía sobreviven. Perseguíamos á muerte los gatos y los perros del vecino.

Pescábamos por los fondos sus gallinas.

No dejábamos llamador en su lugar, zócalo recién pintado, pared recién blanqueada, vidrio sano que no rayáramos ó rompiéramos.

Los locos nos aborrecían, los vigilantes y los serenos preferían estar de amigos con la cuadrilla. Nos disfrazábamos y asustábamos á las viejas, prefiriendo á nuestras tías.

Los criados de todas las casas conocidas nos abominaban y las sirvientas nos toleraban. Julián prometía desde chiquito. Era audaz, inventivo, estratégico. Diablura que á él se le ocurría era siempre heroica. Una vez se le ocurrió tirarse de una azotea y lo hizo, se rompió una pierna; otra que incendiáramos una pulpería lanzando en ella un gato bañado en alquitrán y espíritu de vino al que le pegamos fuego, y armamos un alboroto de marca mayor. Teníamos la ciudad dividida en secciones. Un día le tocaba á una, otro á otra. Esta noche le robábamos á Chandery la bota que tenía de muestra y á una paragüería el paraguas, y por la mañana, Chandery anunciaba paraguas y la paragüería botas.