Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo II (1909).djvu/108

Esta página no ha sido corregida
— 104 —

caballo, las chinas ó cautivas habrían hecho un lío del apero y lo habrían guardado como cosa sagrada.

Al toldo de un indio se acerca el que quiere. Pero no puede apearse del caballo, ni entrar en él sin que primero se lo ofrezcan. Una vez hecho el ofrecimiento, la hospitalidad dura una hora, un día, un mes, un año, toda la vida. Lo que entra al toldo es cuidado escrupulosamente. Nada se pierde. Sería una deshonra para la casa. Sólo de los caballos no responden.

Sea conocido ó desconocido el huésped, se lo previenen, diciéndole: aquí ni lo de uno está seguro. Y es la verdad.

El indio no rehusa jamás hospitalidad al pasajero.

Sea rico ó pobre, el que llame á su toldo es admitido.

Si en lugar de ser ave de paso se queda en la casa, el dueño de ella no exige en cambio del techo y de los alimentos que da,—tampoco da otra cosa, sino que en saliendo á malón le acompañen.

El toldo de Caniupán estaba perfectamente construido y aseado. Sus mujeres, sus chinas y cautivas, limpias. Cocinaron con una rapidez increíble un cordero, haciendo puchero y asado, y me dieron de comer.

El indio hizo los honores de su casa con una naturalidad y una gracia encantadoras. Me habría quedado allí de buena gana un par de días. Los cueros de carnero de los asientos y camas, las mantas y ponchos parecían recién lavados, no tenían una mancha, ni tierra ni abrojos.

Me presentó todas sus mujeres, que eran tres, sus hijos, que eran cuatro y varios parientes, excepto la suegra, que vivíá con él; pero con la que según la costumbre no podía verse, porque, como me parece haberte dicho antes, los indios creen que todas las sucgras tienen gualicho, y el modo de estar bien con ellas es no verlas ni oirlas.