go por mi mente en ese instante, y viéndola tan bella me ruboricé de mis pensamientos y de no haber hecho hasta ahora nada grande, útil, ni bueno por ella.
Mandé ensillar un caballo, y me fuí á visitar á Caniupán.
Galopé media hora y llegué á su toldo.
Iba á echar pie á tierra, San Martín que me acompañaba, me dijo: todavía no, señor, la costumbre es otra.
Salió un indio del toldo, y haciendo callar los perros que habían sido los heraldos de nuestra aproximación dijo:
—¡ Buenas tardes, hermanos!
—Buenas tardes contestó San Martín.
—¡No quieren apearse?—añadió.
—Vamos á hacerlo—repuso San Martín.
Y dirigiéndose á mí: ahora es tiempo, señor, apéese, me dijo.
Quise avanzar y me detuvo.
El indio dijo:
—Pase adelante.
—Vamos, señor—me dijo San Martín contestando.
—Ya vamos.
Quise manear mi caballo y San Martín me dijo:
todavía no.
— ¿ Por qué no atan los caballos?—dijo el indio.
—Vamos á hacerlo contestó San Martín.
Y dirigiéndose á mí, me dijo: atemos, señor, los caballos y entremos.
Los atamos y entramos en el toldo.
Caniupán estaba sentado, se levantó, nos recibió con gran agasajo y nos hizo sentar .
— Viene á quedarse?
—No, vengo por un rato—le contesté.
San Martín me explicó la pregunta. Si hubiera dicho que sí, en el acto habrían mandado desensillar mi