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El marqués de Lumbría

desde luego a ajarse con el sol, que le daba de lleno durante casi todo el día. Y un aire de luto pareció caer sobre la casa toda, a la que no llevó alegría ninguna el niño.

La pobre Luisa, la madre, salió extenuada del parto.

Empeñóse en un principio en criar a la criatura, pero tuvo que desistir de ello. «Pecho mercenario..., pecho mercenario...» Suspiraba. «¡Ahora, Tristán, a criar al marqués!»—le repetía a su marido.

Tristán había caído en una tristeza indefinible y se sentía envejecer. «Soy como una dependencia de la casa, casi un mueble»—se decia—. Y desde la calleja solía contemplar el balcón del que fué dormitorio de Luisa, balcón ya sin tiestos de flores.

—Si volviésemos a poner flores en tu balcón, Luisa... —se atrevió a decirle una vez a su mujer.

—Aquí no hay más flor que el marqués—le contestó ella.

El pobre sufría con que a su hijo no se le llamase sino el marqués. Y huyendo de casa, dió en refugiarse en la catedral. Otras veces salía, yéndose no se sabía adónde. Y lo que más le irritaba era que su mujer ni intentaba averiguarlo.

Luisa sentíase morir, que se le derretia gota a gota la vida. «Se mne va la vida como un hilito de aguadecía—; siento que se me adelgaza la sangre; me zumba la cabeza, y si aun vivo, es porque me voy mu-