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El marqués de Lumbría

Pocos días después, en familia, muy en familia, se celebraba el matrimonio entre Tristán Ibáñez del Gamonal y la hija segunda del excelentisimo señor marqués de Lumbría. De fuera no asistieron más que la madre del novio y los tresillistas.

Tristán fué a vivir con su suegro, y el ámbito de la casona se espesó y entenebreció más aún. Las flores del balcón del dormitorio de la recién casada se ajaron por falta de cuidado; la señora se dormía más que antes, y el señor vagaba como un espectro, taciturno y cabizbajo, por el salón cerrado a la luz del sol de la calle.

Sentía que se le iba la vida, y se agarraba a ella. Renunció al tresillo, lo que pareció su despedida del mundo, si es que en el mundo vivió. «No tengo ya la cabeza para el juego—le dijo a su confidente el penitenciario; me distraigo a cada momento y el tresillo no me distrae ya; sólo me queda prepararme a bien morir.» 89 Un día, amaneció con un ataque de perlesía. Apenas si recordaba nada. Mas en cuanto fué recobrándose, pareció agarrarse con más desesperado tesón a la vida.

«No, no puedo morir hasta ver cómo queda la cosa.» Y a su hija, que le llevaba la comida a la cama, le preguntaba ansioso: «¿Cómo va eso? ¿Tardará?» «Ya no mucho, padre.» «Pues no me voy, no debo irme, hasta recibir al nuevo marqués; porque tiene que ser varón, ¡un varón!; hace aquí falta un hombre, y si no es un